Hace unos meses atrás llego a mi consultorio un señor de nacionalidad estadounidense que vivía en Costa Rica desde inicio de los años ochenta. Además de no saber cómo hacerse la barba, no sabía hablar español, cortarse las uñas de los pies, y vivir como Dios manda! No tenía hijos, no tenía madre, esposa, tíos, perros, amigos. Solo un joven de dieciocho años que escuchaba sus historias sentado en una mecedora con hilos plásticos color rojo con blanco todas las tardes.
Había entrado con un padecimiento que prefiero no especificar, pero que no representaba en todo caso mayor riesgo. Su verdadero diagnóstico, así anotado en la hoja de ingreso, refería “problema social”. Así fue como Mr. Jey llegaría a mi vida. Como un “problema social” y como tal, había que resolverlo pronto y evitar una estadía hospitalaria de doscientos cincuenta mil colones por noche.
No tenía documentos. En una bolsa de plástico transparentosa y mugrienta unas llaves (como doscientas), dos corta uñas (inútiles), una cadena dorada con varios eslabones rotos y cerca de tres mil dólares. No tenía identidad, ni currículo, posiblemente carecía de apellido. Y sobre todo, no tenía la menor idea de cómo ser tratado desde su excentricidad, dentro de la monotonía hospitalaria.
Lo que más me impresionó de Mr. Jey, lejos de su notoria barba y su amarillenta sonrisa testiga inequívoca de su adicción al tabaco, fue su total desinterés por la pertenencia. Casi treinta años de vivir en país sin la necesidad de hablar su idioma, dicen mucho de alguien ciertamente.
Dicen que no solamente hablaba poco, sino que poco le importaba no tener con quien hablar. Dicen que no solamente nadie le entendía, sino que poco le importaba hacerse entender. Al final de la historia sabia que morir solo es tan certero como cerrar los ojos y fumarse un cigarrillo.
En algún momento, cuando conversaba conmigo, entre sus historias de una guerra a la que sobrevivió a medias, y las de un complot en la que se tuvo que ver envuelto por matar al ex presidente Kennedy, me dijo que no recordaba si alguna vez tuvo hijos, pero que estaba seguro, de haber matado a los hijos de otros. Que no recordaba si alguna vez estuvo enamorado, y mucho menos recordaba si tenia mujer. Para él nada de eso era importante.
Había vivido solo siempre. Con esas soledades autoimpuestas, que solo significan una cosa… el mundo me importa poco. Y cuando digo mundo no hablo de este concepto globalizado que usan los de green peace o el romanticismo idealista de los filósofos. Hablo de la cuestión que yace en nuestras cabezas desde siempre y nos obliga a vivir en familia, cortarnos las uñas de los pies y saludar cortésmente por las mañanas.
Con los días, su problema social se volvió noticia. Había un viejito en el hospital que por la guerra estaba loco. Para todos su poco interés por la pertenencia solo podía representar una locura desmedida, un acto autoabandónico producto de las crueldades de la guerra. Y de pronto su cubículo era la entrada gratuita a un freak show de madrugada, no apto para niños o adultos de ojos abiertos. Y dejó de ser solo un “problema social” y se convirtió en una estadística, en un T74, en una víctima de abandono. Y desde ahí todo fue cuesta abajo.
Lo que sería una breve estadía, antes de regresar a su país a un albergue para ex combatientes que lo estaba esperando, se convirtió en una batalla por definir cómo hacerlo entender que en este mundo no hay lugar para los excéntricos. Y pasaron los meses hasta volverse tres, y un domingo en la madrugada, murió en su cubículo. Esperando que alguien respondiera a la pregunta que él jamás se hizo…-quien cuidara de él?-
Cuando me enteré de la noticia llore por un rato… no por él si he de ser franca. Lloré por mi, y por otros pocos conocidos. No hay lugar para la gente que decide quedarse sola. No hay lugar para los poetas de esquina, los cantantes de cantina a cuesta de guitarra, para las mujeres con fuego uterino, o los excombatientes de guerras que no les pertenecen. No hay lugar para los excéntricos, locos, solitarios, amargados, esquizoides, masturbadores compulsivos, o novicias rebeldes.
Y esos, nosotros… dónde quedamos todos los que apunta de araños y gritos, sobrevivimos a la modernidad. Los que aun cantamos cuando se camina por las calles atestadas de gente, los que su vida privada de pronto les parece tan normal que sonrojan a los escuchas de su intrépidas historias. Dónde quedamos los que no corremos cuando llueve, o gritamos al amor en media calle. Esos para los que la procreación es un acto irresponsable. Nosotros, los que asustamos a todos, o en su defecto, en el peor de los casos, les causamos gracia o ternura.
Posiblemente pase lo mismo, y al final, cuando esta vida hermosa, llena de vicios, placeres ocultos, maldocidades inequívocas e ideas funestas, deje de pertenecernos y les pertenezca a alguien más, se dispondrá de ella como obsequios de feria, y lucharan por darnos, no lo que queremos, sino lo que a la luz de unos cuantos mediocres, resulte lo mejor para nuestras tristes vidas. Y eso la verdad amigos, me da miedo! Mucho miedo!
Es triste saber que al llegar a viejo, de ser posible, y tener la mala suerte de caer en manos de la normalidad, ésta dispondrá de nuestras penumbrosas vidas, y las invadirán con sus propios miedos, con su propio morbo, con la imposibilidad atroz de comprender y aceptar a todo aquello que no se vende por televisión, o se consigue dentro de una cajita feliz. Y es esto lo que más me preocupa, porque cargaré con el miedo propio, inherente a mí, de caer en sus manos, pero también con el miedo ajeno que es al final, el último que dicta la sentencia.